VAUPÉS

Mitú

Una casa grande
para mi pueblo

Esta imagen es la que vuelve una y otra vez cuando pienso en Mitú: nuestro bote surcando las aguas negras del Vaupés una mañana luminosa de junio mientras, a cada orilla, dos enormes columnas de concreto parecen vigilarnos. Son las estructuras de un puente peatonal que debía unir las comunidades nativas con el casco urbano del municipio. Ese puente inconcluso desde 2015 —por presuntos actos de corrupción, sabríamos después— era una metáfora perversa: la fractura entre el mundo indígena y el occidental que padecen las ciudades amazónicas, y que en esta selva empuja a tantos jóvenes a una especie de abismo.

—Si vas a cualquier pueblo de Mitú y preguntas si conocen a alguien que se ha matado, le van a decir que sí: mi primo, mi hermano, mi tío…

Emilce Triana tiene 22 años y es guía de turismo. Como hija del pueblo cubeo, una de las 27 naciones amazónicas que habitan el Vaupés, está al tanto de los desafíos que enfrenta su departamento, sobre todo un problema de salud pública que se agrava con los años: el suicidio de niños y jóvenes indígenas.

Durante la última década, cuenta Emilce, en Mitú y varias zonas del Vaupés, en plena frontera con Brasil, quitarse la vida con una soga al cuello se ha vuelto algo terriblemente usual. Le llaman «la epidemia de las cuerdas»: según la Defensoría del Pueblo, hasta fines de 2023 ya se habían registrado 68 casos. Más de la mitad de esas muertes son de niñas, niños, adolescentes y jóvenes entre los 10 y 19 años. Mientras que en Colombia la tasa de suicidio es de 4,9 por cada 100 mil habitantes, aquí es de 38. Vaupés es el departamento con el índice más alto de suicidios del país.

La Revista Colombiana de Psiquiatría publicó un estudio en 2021 que daba algunas explicaciones del porqué. Entre ellas: un «profundo proceso de aculturación» que causa en los jóvenes del Vaupés más interés por residir en el casco urbano, y a su vez mayor consumo de alcohol, deterioro de vínculos familiares y violencia en el hogar. La falta de oportunidades y la dificultad para subsistir fuera de sus comunidades son otros de los factores.

El resultado: una «muerte cultural», como lo llamó un equipo de psiquiatras de la Universidad Javeriana en un artículo reciente, al analizar estudios sobre suicidios indígenas en Latinoamérica.

Emilce me pide que lo imagine por un momento: soy un niño cubeo, tukano, guanano, tuyuca o bará, solo habló el idioma de mis padres, y cuando llega el tiempo, me envían a un internado en el casco urbano, lejos de mi comunidad. Allí pasaré todo el año, en clara desventaja frente a mis compañeros, hijos de blancos y mestizos, que seguramente se burlarán de mí cuando hable mi lengua y coma casabe y fariña mientras ellos toman Coca-Cola o comen empanadas, y me dirán indio o salvaje y no tendré a mi familia cerca para ayudarme. Solo en vacaciones podré volver a casa. Pero el verano terminará y tendré que retornar a clases, y el ciclo se repetirá otro año y otro y otro y otro. Probablemente me gradúe del bachillerato, pero de nada servirá el diploma porque en el casco urbano nadie me da trabajo. Entonces querré volver a mi comunidad, pero no será lo mismo. Nunca aprendí bien a trabajar la tierra, a hacer chagra, a construir una casa, a participar de los rituales, de las danzas. Apenas hablo el idioma de mis ancestros. No me siento parte de allá ni de acá. Ante la falta de horizontes, no es descabellado preguntarse —al menos una vez, en tu fuero más íntimo— si vale la pena vivir así.

—Le pasó a un compañero de mi hermano. Ninguno de sus familiares fue a su graduación y se mató la noche de la ceremonia —recuerda Emilce, mientras avanzamos por el río. Se sabe afortunada: su madre no la dejó en el internado, más bien se mudaron a una comunidad cercana al colegio para vivir juntas—. A veces, las etnias ven la educación como innecesaria, como algo de blancos. Algunos compañeros decían: «para qué me preparo si en mi comunidad solo tengo que hacer chagra», y no sé, quizás tienen razón. Yo quise pensar distinto.

* * * * *

Vista desde el aire, Mitú no parece una ciudad rodeada de selva. Es, más bien, una enorme selva que tiene un poco de ciudad: su territorio —99.97% cubierto de verde atravesado por ríos— es tan grande que en él cabrían 10 metrópolis del tamaño de Bogotá. Allí viven unos 32 mil habitantes: 90% indígenas + 10% mestizos, colonos y afrocolombianos, instalados por impulso de las distintas bonanzas extractivistas, la posesión de nuevas tierras y el desplazamiento forzado por el conflicto armado.

Por su carácter de enclave geopolítico, Mitú mantiene la presencia del Estado en la frontera (con Brasil, en este caso), misión que cumplen otras ciudades como Inírida (Guainía) y Leticia y Puerto Nariño (Amazonas). Debido a su geografía de bosque espeso y cachiveras, Mitú tiene casi nula conectividad por carretera y depende de sus ríos y de su pequeño aeropuerto para autoabastecerse de productos y recibir turistas de cuando en cuando.

—Si a usted le piden las características de un colombiano, le van a decir que es afro, que vive en las costas, que tiene sombrero volteado, que baila cumbia; muy poco le va a decir que tenemos infinidad de lenguas, de la yuca o la fariña. Si el país desconoce la Amazonía, menos saben algo de Mitú.

Como director de La Marandúa, el periódico del Vaupés, el periodista Emerson Castro conoce los entresijos de su ciudad. Con 37 años y luego de recorrer de cabo a rabo cada uno de sus rincones, sabe que, en medio de la exuberancia de sus bosques y la calidez de su gente, hay una historia de resistencia: contra la larga explotación y semiesclavitud de los indígenas en la época del caucho, contra el adoctrinamiento de las misiones religiosas y, más tarde, contra la violencia de la guerrilla, en especial cuando las FARC tomaron Mitú.

Emerson era un chiquillo cuando ocurrió. Durante la madrugada del 1 de noviembre de 1998 —el año en que más tomas guerrilleras hubo en Colombia— unos 1,200 guerrilleros tomaron la ciudad por 72 horas en la llamada Operación Marquetalia, el primer y único ataque directo a una capital colombiana. Murieron 56 personas (46 combatientes y 10 civiles) en el fuego cruzado. Las FARC acabaron replegándose hacia el Guaviare (secuestrando a 61 militares para canjearlos por sus presos) y los militares recuperaron el casco urbano. Emerson recuerda las casas, la estación de policía, el vicariato, el Palacio de Justicia, la pista de aterrizaje, arrasados por las granadas, ametralladoras y cilindros de gas con explosivos que dejaron todo en escombros.

—Con mucho temor debo reconocer que estos grupos armados y el narcotráfico siguen teniendo influencia en las decisiones territoriales, en el poder local y del país —dice Emerson, quien hoy vive con resguardo de seguridad.

Para mituceños como él, la derrota de las FARC en 1998 no fue una victoria. Porque, a la violencia del combate, se suman las heridas causadas por el reclutamiento que hizo la guerrilla en las comunidades indígenas de Mitú.

La Comisión de la Verdad informa que, entre 1995 y 2002, un comando guerrillero reclutó 700 menores de 18 años para la toma del municipio. Las repercusiones del reclutamiento fueron varias. Desestabilizó el orden familiar, los padres perdieron autoridad y, por miedo, no se atrevían a ir a buscar a sus hijos. Cuando un joven se iba a la guerrilla, la familia era señalada por la fuerza pública o por miembros de la comunidad como apoyo de la insurgencia. Muchas familias huyeron de sus casas por eso. Como las FARC usaban los colegios como sitios de reclutamiento, los padres decidieron no enviar a sus hijos a las aulas. Todo eso trajo empobrecimiento y desánimo de los sabedores indígenas. Porque cuando un joven era reclutado, toda la comunidad perdía a un heredero de su cultura.

Si a esa carga pesada, dice Emerson, sumamos la actual escasez de alimentos en las comunidades por el agotamiento de los suelos y falta de rotación de las chagras y el minado de algunos campos como estrategia de guerra, que ha obligado a muchas familias a desplazarse al casco urbano, es natural que la incertidumbre sobre el futuro afecte a tantos jóvenes mituceños.

Sin embargo, ante el fracaso de la política hay intentos por recuperar poco a poco esa conexión con el territorio en la fuerza de la ancestralidad.

—Hay que transformar ese pensamiento de dolor, esa línea de esclavitud que ha dañado el territorio desde del caucho hasta acá —nos dijo Emilio Guarnizo, 30 años, indígena tucano, músico y luthier de guitarras.

Criado en su infancia dentro de una maloca, Guarnizo aprendió de su abuelo carpintero a fabricar flautas e instrumentos de cuerda. Es un hombre que tiene un pie en lo occidental y otro en lo indígena, pese a las imposiciones culturales que el Vaupés ha venido sufriendo por la evangelización: al considerarlas diabólicas, se sabe que las misiones (católicas y protestantes) persiguieron las prácticas chamanísticas, dañando uno de los mecanismos de integración social y conocimiento de las tradiciones médicas y curativas.

—Pero resistimos —dice Guarnizo—. En este territorio la música es como un USB, una central de almacenamiento donde dejamos información cultural de nuestra cocina, de los espíritus, de personajes importantes, para que las historias del territorio de los pueblos sigan avanzando.

Como muestra de esa búsqueda, el músico tukano se anima a tocar una guitarra electroacústica que hizo con la madera de un remo de la etnia currupaco, con más de 90 años de uso, y un totumo para tomar chivé, que adaptó como caja de resonancia. Por la progresión de acordes, parece una tema de Nirvana con letra tukano, que habla de los cambios que trajo la modernidad en los pueblos indígenas de Mitú: no sé quién lo hizo, no sé quién fue, pero meditemos en lo que vivimos.

El mito cuenta que los primeros humanos llegaron a Mitú («paujil» o «pavo de monte» en idioma tupí-guaraní) sobre una gigantesca anaconda que los llevaba cargados desde el Amazonas y los iba dejando en todas las márgenes del río Vaupés, el territorio que debían gobernar.

Es una de las historias que Emilce Triana escuchó de pequeña y que le ayudaron a valorar su lugar de origen, sobre todo cuando estaba en la escuela. Era la única chica indígena en un salón de blancos y mestizos, y por su forma de vestir, por hablar su lengua, la miraban «como un bicho extraño».

—Llegué un día llorando a casa y mi papá me vio y le contó a mi tío, que es profesor, y en las vacaciones nos explicó por qué no debíamos sentirnos inferiores, me dijo: usted nació acá en el río Yuruparí, sus abuelos también, y usted es dueña, pero también la cuidadora de esta tierra y no se debe sentir mal, porque los extraños son ellos. Así me inculcaron ese orgullo de ser de acá.

En nuestro último día en Mitú, luego de visitar la comunidad de Puerto Golondrino y aprender a hacer cerámicas a la manera de los cubeos, y de surcar los caños donde se filmó la nominada al Óscar, El abrazo de la serpiente, Emilce nos llevó a conocer la maloca más grande de Latinoamérica. Caía la noche y empezaba a llover cuando llegamos a Ceima Cachivera y vimos la enorme construcción, que pronto iba a inaugurarse: sobre varios pilares de madera de yaripá de unos 30 metros de altura, la maloca se expande como una gran pirámide de paja tejida.

Emilce cuenta que hace tres años se levantó una maloca muy parecida, cerca al casco urbano. Pero esa primera maloca se incendió. Ahora, con materiales que aportaron las comunidades, han construido esta segunda maloca. Le llaman ipanoré, la casa de origen, que dentro de un mes acogerá a las 27 naciones indígenas del Vaupés, en un gran festival intercultural donde, durante tres días seguidos, los abuelos compartirán su conocimiento con las nuevas generaciones.

—Si los saberes no se pierden, seguiremos adelante —me dijo Emilce, miembro del clan «brote de la tierra», mientras nos protegíamos de la lluvia bajo la gran casa—. Somos muy pequeños en este universo, y quiero pensar que mientras más pueda conocer y ayudar a mejorar las condiciones de vida de mi pueblo, lo haré sin olvidar mis raíces y el territorio donde crecí.