GUAVIARE
San José del Guaviare
Voces
de un río
doliente
Habían demasiados reporteros en el hotel al que habíamos llegado. La ciudad de San José del Guaviare se había convertido en una suerte de base para la prensa nacional y extranjera que cubría el acontecimiento que tenía en vilo a toda Colombia: cuatro niños huitoto permanecían perdidos en la profundidad de la selva del Caquetá, el departamento vecino, luego de que la avioneta en la que viajaban se estrellara en el monte profundo. Tres personas fallecieron, incluida la madre de los niños, pero los cuatro hermanos —como sabríamos semanas después— sobrevivirían 40 días y 40 noches gracias a su conocimiento tradicional sobre el bosque amazónico.
A la historia del rescate le llamaron «milagro» y tendría muchos detalles y reveses inquietantes: el padre abusador de los niños, anuncios equivocados del presidente Petro, abuelos con altavoces llamando a los niños en su lengua, policías que tomaban yagé para precisar la búsqueda, un perro rescatista llamado Wilson que acabó desaparecido cumpliendo su labor. Era el periodismo de siempre cubriendo como siempre lo que ocurre en las selvas y montañas de nuestros países: los pueblos indígenas, los pueblos rurales, son noticia —y hacemos libros y películas y series sobre ellos— cuando algo extraordinario o exótico o trágico pasa con sus vidas.
San José del Guaviare, probablemente, esté habituada a eso. Pues en esta ciudad amazónica ocurrieron otros sucesos, igual o más terribles que la de los niños perdidos. Noticias sobre guerras, narcotrafico, extractivismo y desplazamientos forzados, sin que las pérdidas de esas violencias sean realmente importantes para las autoridades, o sean noticia para los grandes medios de comunicación.
Pese a todo eso, durante los días de nuestra visita, los jóvenes de esta ciudad nos recordarían la posibilidad de pensar futuros distintos, donde sean ellos y no «gente de afuera» los que cuenten su historia.
En un pequeño estudio casero, el beat de unos viejos parlantes hace retumbar las paredes. El flaco de pelos parados que rapea se llama Joan Felipe Delargo, pero en el barrio todos lo llaman Rastaflow. Es un activista y músico veinteañero, miembro de la Asociación Juvenil Artística y Ambientalista del Guaviare (o Ajogua, «para la gente»), que lleva algunos años usando el música para denunciar el daño a la Amazonía y el conflicto armado que sigue llevándose la vida de chicos como él.
Nos encontramos en un asentamiento de calles de tierra, invadido hace 12 años por gente que huyó de las balas de guerrilleros y paramilitares desde las ciudades vecinas al Guaviare, departamento que tiene aún frescas las heridas de la guerra.
—Hay decisiones políticas que han hecho que el territorio entre en deterioro —dirá Camila Parra, joven abogada y consejera departamental, luego de la sesión de hip hop, junto a sus compañeros de Ajogua, con un retrato del Che Guevara de fondo—. El arte hace que el mensaje llegue, que la gente reflexione y diga: «carajo, lo estamos haciendo mal», pero creo que seguimos cayendo en el error. Todavía no hay acción. Defender la Amazonía siempre trae una consecuencia bastante fuerte.
Capital del departamento, San José del Guaviare es conocida como Tierra de Colonos. Se fundó en 1938 como centro de provisiones del boom cauchero, y hacia finales de los 60 se convirtió en un enlace comercial entre la Amazonía y el interior del país. Varios estudios sobre la población del municipio señalan la coexistencia de una colonización impulsada por diversas bonanzas —pieles, quina, caucho, marihuana, coca—, por la guerra interna y por el Estado. En los últimos 20 años, sin embargo, esta región se caracteriza por depender, sobre todo, de los excedentes de la producción de hoja de coca.
San José del Guaviare vive un acelerado proceso de urbanización: la población que vive en la ciudad aumentó en 133% durante los últimos 12 años. Este crecimiento se debe, sobre todo, al conflicto armado, al despojo de tierras y a las fumigaciones de cultivos de uso ilícito, obligando a miles de campesinos a migrar hacia el casco urbano en busca de trabajo y seguridad para sus familias.
Hoy, la mitad de la población urbana de San José es desplazada. La presencia permanente de las FARC y la violenta aparición de grupos paramilitares, con acciones selectivas de asesinatos y desplazamientos forzados, configuran para la región una nueva dinámica —muchas veces caótica— en su modo de habitar el territorio.
Ese crecimiento urbano desordenado han convertido a San José en un lugar carente de los atributos que uno esperaría de una ciudad capital. Podemos verlo en muchas de sus calles sin pavimentar, en su precario saneamiento básico y en la forma en que los vecinos tratan a sus ríos. Basta visitar el lugar donde se expulsan las aguas residuales de la ciudad para comprobarlo: en un sector de la ribera del Guaviare, una enorme tubería libera millones de litros de líquidos marrones y pútridos directo al río. Son los desechos, sin ningún tipo de tratamiento, de unos 45 mil habitantes.
—Como vemos que tenemos gran cantidad de selva, como tenemos un río grandísimo, creemos que nunca se va a acabar, ¿no? —se lamenta Olga Gutiérrez, educadora ambiental de la corporación para el Desarrollo Sostenible del Norte y el Oriente Amazónico, al mostrarnos dicho basural—. Ahora tenemos mucho, pero de aquí a 10 años no sabemos.
Como ella, frente a la amenaza de hacer más hondas las distintas formas de violencia en el Guaviare, los jóvenes intentan romper la indiferencia de sus autoridades con diferentes iniciativas.
Ahí están Arte Anatto, colectivo de narradores visuales que ha llenado el municipio con murales sobre la fauna y los pueblos indígenas del departamento. O la Asociación Digital CoBosques, que con su proyecto Pipe Q-ida ya han plantado más de 50 mil árboles para restaurar las fuentes hídricas cercanas a la ciudad. O Maloca Joven, corporación dedicada a la fotografía, al cine y al diseño gráfico, y creadora del festival Sendero de la Danta, para que más gente conozca el arte visual que se está creando en el Guaviare.
—A través de la sinergia territorial se pueden generar cambios y mostrar una cara distinta a lo que generalmente se muestra —dice Alejandra Berríos, 24 años, estudiante de Psicología y miembro de Maloca Joven—. A partir de lo que entendemos por territorio, hemos dado voz a otras personas y mostrado su visión de esta parte del Amazonas.
En nuestro último día en San José del Guaviare, recorrimos parte de esa «cara distinta» que los jóvenes de esta región quieren mostrar. Después de visitar la finca Trankilandia, con sus macarenias rosas y raudales cristalinos, llegamos a Cerro Azul, en la serranía de La Lindosa, para ver uno de los tesoros arqueológicos más importantes de Colombia.
Bajo una lluvia copiosa, caminamos la montaña por una hora hasta que los vimos entre los árboles: enormes murales rupestres hechos por pueblos indígenas que habitan la región desde hace más de siete mil años. Pinturas rojizas sobre la cacería y la pesca, inventarios de fauna real y fantástica, la cópula y gestación humana, utensilios y diseños de cestos y tejidos, más infinidad de trazos y formas abstractas, historias que —como los grafitis del Guaviare, como las letras de los chicos de Ajogua— aquellos primeros hombres y mujeres de este territorio dejaron sobre el tiempo que vivieron, sobre la selva que habitaron, y que acaban siendo un mensaje para nosotros.