CAQUETÁ

Florencia

Ciudad de
la yuca brava

Si hay una ciudad que merece el título de capital amazónica en Colombia, esa es Florencia: con más de 173 mil habitantes y seis veces el área de Medellín, es el municipio más poblado y extenso de esta región. Al estar ubicada en el piedemonte, a solo 519 kilómetros de la capital, Bogotá, funciona como enlace entre la cordillera y la selva. Por algo le dicen la «puerta de oro de la Amazonía».

Capital del departamento de Caquetá —«yuca brava» en lengua huitoto—, este pedazo de bosque urbanizado fue habitado originalmente por numerosas naciones indígenas como los andaquíes, los huitotos y los coreguajes. Luego siguió la invasión europea, los intentos de evangelización por las misiones católicas y una larga historia de extractivismo: al cacao le siguieron la quina, el caucho, la tagua, las pieles de animales silvestres (el famoso tigrilleo), la pesca ornamental, las maderas y demás productos que se vendían (y se siguen vendiendo) en los mercados del Primer Mundo.

Colombia era un país recién nacido cuando, a finales del siglo XIX, el asentamiento de La Perdiz era la sede de operaciones de la compañía cauchera del mismo nombre, y centro de almacenamiento de las gomas extraídas de tierras indígenas en los ríos Hacha, Orteguaza y Pescado. Este centro impulsó la creación de Florencia en 1902, en homenaje al italiano Paolo Ricci, empresario cauchero, y a las flores locales que gustaron al sacerdote Doroteo de Pupiales, fundador de la futura metrópoli.

El mayor Emilio Fiagama conserva aquellos relatos. Con 63 años, es de los «sabedores» más reconocidos de Florencia. Como hijo del clan del caimo (fruta amarilla de pulpa muy dulce) y protector de la Maloca Huitoto, ubicada a cinco kilómetros del centro de Florencia, en la vereda El Manantial, el mayor Emilio recibe a todo visitante en su casa ceremonial: una construcción circular hecha de columnas de madera y techo de paja tejida. Allí, con los pies desnudos sobre la tierra, suele pasar noches y madrugadas sentado en su pensadora. Allí comparte el conocimiento de su pueblo, discute asuntos de la comunidad, que para él son actos de «servir y cuidar el universo».

La tarde en que lo visitamos, nos explicó la importancia de mambear para los huitoto o «gente de centro»: el consumo tradicional del mambe, esa mezcla de hoja pulverizada de coca amazónica con hojas tostadas de yarumo. Una costumbre que el mayor Emilio combina con el ambil, una pasta negra hecha de tabaco y sal de monte, que guarda en una botellita de plástico.

—Primero chupamos el ambil, luego coge dos cucharadas de mambe en cada cachete y usted lo sostiene, y ahí solo va bajando, con la saliva. El tabaco es la sangre de Mo Buinaima, padre creador. La coca es la parte femenina. Esos dos se unen para la enseñanza, para tener conocimiento sobre el hombre, sobre Dios y sobre el mundo.

Los huitoto de Florencia, al igual que otros grupos originarios instalados en ciudades, son una comunidad sin territorio formalmente reconocido, con familias que migraron a la urbe en diferentes procesos de desplazamiento. Los huitoto llegaron a la ciudad en la primera década del siglo XX huyendo de la explotación del caucho, pero no fueron los primeros indígenas en hacerlo. El antropólogo Juan Gonzalo Echevarri explica que, en esos tiempos, algunos clanes huitoto hacían incursiones en la región y mantenían guerras con otros pueblos —como los coreguaje— para asentarse en zonas rurales y que hoy forman parte del municipio.

A estos grupos se sumaron nuevas familias huitoto que llegaron a la ciudad entre finales de los 70 y la primera década del siglo XXI, formando así una población indígena urbana de unas 400 personas. La mayoría de ellas, desplazadas por diferentes episodios de violencia: la tala ilegal, la expansión ganadera y la guerra contra las FARC, el EPL y el M-19, y el narcotráfico. Caquetá es el departamento que ha recibido más desplazados por el conflicto armado interno. Pero hubo quienes se establecieron en Florencia también por otros motivos: para tener mejores servicios de salud, por estudios, por trabajo o por amor.

El mayor Emilio Fiagama cuenta que construyó su maloca en 2009 con el permiso de los grandes sabedores del Caquetá, en una gran celebración que juntó a toda la comunidad huitoto de Florencia. Ante la falta de un territorio propio y legal, el sabio entiende que, al conservar sus tradiciones —tener una maloca, hacer chagra, mambear— su pueblo puede habitar la ciudad sin renunciar a sus raíces.

—Si uno no tiene identidad, cualquier pensamiento, ideología, lo puede cambiar, pero si tienes tu cimiento, nadie lo podrá hacer —nos dijo el mayor, mientras compartía su mambe—.

Vienen a veces abogados, turistas, lingüistas y uno trata de escuchar y no rechazar a ninguno. Porque la medicina occidental y la nuestra es compatible. Hay veces que piensan: como somos indígenas, entonces estamos todavía desnudos. Pero resulta que antes se vivía sin ningún contacto con otros pueblos, ¿no? Pero después conocimos la ciudad y se fue cambiando la manera de vivir. Ahoritica ya no nos puede considerar que vamos a estar desnudos porque estamos en una época muy diferente. Eso ellos lo han entendido y nosotros también.

Belén de los Andaquíes

Cómo habitar
la selva
para contarla

Quienes estudian la expansión de las ciudades amazónicas en Colombia coinciden en esto: el excesivo peso demográfico, económico y de servicios que ejercen grandes urbes como Florencia sobre el resto de poblaciones ha disminuido. Ciudades menores como Puerto Rico, El Doncello y Belén de los Andaquíes se han convertido en nuevos «polos de desarrollo» que están cambiando el rostro del territorio. Aunque eso, muchas veces, se traduce en más cemento, más fierro y más asfalto.

De todas ellas, es Belén la que tiene mayor impulso: una pequeña ciudad con sus tiendas y mototaxis, murales enormes de jaguares y guacamayos, sus obreros de construcción, tractores rompiendo la pista, sus puestos de comida ambulante. Siempre con al menos dos o tres árboles frondosos en cada una de sus calles.

Sabemos que el Caquetá estuvo ocupado originalmente por indígenas, y una de las etnias más representativas fue la de los andaquíes, asentada en este territorio que lleva su nombre, aunque solo existe una escultura a orillas del río Pescado como testimonio de su legado. Hoy, pese a ser de los municipios más pequeños de Caquetá, Belén ha resistido el avance de la tala ilegal durante los últimos 20 años gracias al compromiso de su gente.

Con la creación de reservas municipales, educación ambiental e investigación científica, Belén ha demostrado que es posible conservar el bosque en uno de los departamentos más deforestados de Colombia.

—Hemos aprendido que el desarrollo social y ambiental lo encontramos en los saberes espirituales —nos dijo la bióloga María Isabel González, representante de la Asociación de Mujeres Emprendedoras Ayacuna, guardianas de un enorme parque natural de 29 mil hectáreas llenas de cananguchales y azaí—. En la academia nos enseñan todo lo científico, y las comunidades nos han enseñado lo ancestral y a saber engranarlo con la ciencia.

Así como ella, hasta Belén llegaron, por ejemplo, las expediciones científicas de Colombia Bio, iniciativa que descubrió 47 especies de animales y plantas y registró 190 que hasta 2017 no tenían registro en Colombia. O la Fundación Tierra Viva un grupo de belemitas que en la década de los 90 empezaron recogiendo basura de los ríos y transformaron un potrero en más de 40 mil hectáreas protegidas que ahora son parte del Parque Municipal Natural Andaki: un santuario que protege al bosque y a sus pobladores de las secuelas que dejaron las guerrillas.

De esas historias sabe bastante Alirio Gonzales, «un explorador de narrativas» como él mismo se llama, y quien lidera la Escuela Audiovisual Infantil, semillero de artistas visuales que usan la animación, la fotografía y el video para contar las historias de sus barrios y sus comunidades. Flaco, con el pelo revuelto y ruloso, Alirio guía a los chicos para encontrar formas de convertir lo terrible en relatos que nos hagan pensar.

—Frente a quienes creen que el arte es inútil, en este momento de la humanidad es importante volver a entender la importancia de lo inútil. La pintura, la música, hacer filosofía, encontrarse a uno mismo.

Ahora le estamos dando un culto a la herramienta, a la tecnología. Por eso yo siempre les digo a los chicos «sin historia no hay cámara»: no importa los recursos que le ponga, importa lo que usted quiere contar.

—Hemos aprendido que el desarrollo social y ambiental lo encontramos en los saberes espirituales —nos dijo la bióloga María Isabel González, representante de la Asociación de Mujeres Emprendedoras Ayacuna, guardianas de un enorme parque natural de 29 mil hectáreas llenas de cananguchales y azaí—. En la academia nos enseñan todo lo científico, y las comunidades nos han enseñado lo ancestral y a saber engranarlo con la ciencia.

Para dar ejemplos, en medio de ese caos que es el taller —que tiene una enorme pizarra verde con ilustraciones, serigrafías y storyboards colgados en cordeles que atraviesan la habitación—, Alirio nos muestra en su computadora algunas animaciones de sus alumnos. Son trazos infantiles sobre un fondo negro, mientras una voz en off, la voz de una niña, cuenta una historia de desaparecidos.

Mi abuela está dedicada a buscar a mi tío Carlos.
No se puede decir que está muerto o vivo.
No sabemos si lo convirtieron también en uno de ellos.
Cuando escuchaba en el noticiero que cogían guerrilleros,
visitaba las cárceles para averiguar,
pero nunca ha tenido información…

—El reto de la Amazonía es saber habitarla, saber contarla —nos dirá luego Alirio, tomando café—. A la Amazonía le ponen una carga existencial: que el cambio climático, que las tribus, que el narco… Pero hay que saber habitarla y contarla entre todos, con la voz de los niños, de los indígenas, de la naturaleza para que sea un espacio de confianza y encuentro.