GUAINÍA

Inírida

Peregrinos
del vértice

—¿Quieres ver algo?

Apenas dije que sí, me enseñó lo que guardaba en el bolsillo: una bolsita de plástico con unas piedras grises, parecidas al carbón, pero con brillo iridiscente, y que al tacto eran más pesadas que una moneda. Se llama coltán, me dijo, ese metal que las industrias del mundo usan hoy para fabricar los microchips de nuestros celulares y laptops, y que se puede encontrar a orillas de algunos caños en esta región amazónica, la frontera entre Colombia y Venezuela.

Miguel, el dueño del coltán, nos había invitado a pasear en su bote de hojalata aquella tarde de junio, hacia el encuentro de los ríos Guaviare y Guainía. El primero, de aguas blancas por las arcillas y limos que arrastra desde los Andes, un río menos ácido y más rico en fauna acuática y tierra más fértil para los cultivos. El segundo, de aguas negras por las hojas y ramas caídas que liberan ácidos tánicos que dan ese color al torrente que fluye desde allí.

El encuentro de ambos ríos, visto desde el cielo, parecía nubes suspendidas en el agua oscura, dos naturalezas opuestas que conviven sin mezclarse nunca.

Por estas aguas, el joven Miguel —28 años, soltero, sin hijos, «un negociante andariego» que escapó de su natal Barrancominas por causa de la guerrilla— viaja dos días en su lancha voladora un par de veces al mes hasta al río Orinoco, hacia tierras venezolanas, en busca del metal que hoy lo sustenta. Entonces envía a su madre a comprar productos varios —botas, papel higiénico, celulares, gafas, cosas que «a los indígenas les suele gustar»— y con ella viaja hasta la frontera con Venezuela para intercambiarlas con los nativos por cientos de pepitas de coltán.

—Allá, a ellos no les sirve la plata. Allá todo es oro y con eso compran cosas. Una rayita de oro por alimentos. Ahora el coltán les sirve como si fuera oro.

Miguel sabe que explotar y vender coltán es ilegal y dañino para la selva. Por eso, dice, se ha unido a la fundación ambientalista Ama la vida, preocupada por la reforestación del departamento, e intenta no pensar demasiado en esa contradicción. Por cada kilo que le compran los balseros de Puerto Ayacucho, en la frontera venezolana, gana unos siete dólares. Y eso es bastante plata por acá.

—Sé que eso le pega duro al medioambiente, créame que no me gusta, pero no hay de otra, ¿sí me entiende? A mí me gustan los negocios, y si esto está bueno, yo le entro. Sin minería, este pueblo se muere.

* * * * *

Este pueblo se llama Inírida —«espejito de sol» en lengua puinave— y es en realidad una ciudad fronteriza que vive, por un lado, de las ganancias de la minería y, por otro, del comercio y el turismo, siendo lo primero económicamente superior.

Aquí, como en todas las ciudades amazónicas, el extractivismo es parte del ADN urbano. Hoy es el oro y el coltán, pero ya desde el comienzo del siglo XX, la demanda internacional de materias primas dirigió su interés hacia la selva del Guainía y lo que de ella se puede explotar: plumas de aves, pieles de tigrillo, perros de agua, animales exóticos vivos (guacamayas, monos, jaguares y tigrillos), resinas, fibras (chiqui-chiqui, cumare y palo boya), bejucos y variedades de caucho. Esos ciclos de bonanza llenaron, sobre todo, los bolsillos de la población blanca y mestiza que vive en la ciudad, a costa de arrasar el bosque.

Pese a todo, Inírida sigue siendo una especie de isla en medio del gran humedal de la Estrella Fluvial que da vida al río Orinoco. Se trata de un municipio sin vías de acceso terrestre y solo con la posibilidad de llegar hasta allí en avión o por río. Tal vez por eso gran parte de su selva se ha mantenido intacta, ya que en el pasado se le consideró erróneamente zona de guerrillas. Todo eso, sumado a las numerosas comunidades indígenas que pueblan el departamento (15 en todo el Guainía) y a una intensa política de turismo sostenible, ha convertido a esta selva en una meca de la biodiversidad.

Basta pasear por las calles del casco urbano de Inírida para ver, dentro de las decenas de tiendas de productos y ropa (la mayoría regentadas por migrantes ecuatorianos), distintas agencias de turismo que ofrecen tours hacia los imponentes Cerros de Mavecure, excursiones de avistamiento de aves, o paseos en busca de la mítica flor de Inírida, parecida a una espiga con visos rojos y blancos, que adorna la bandera de la ciudad y el escudo del departamento.

La vida del comercio hierve en las calles del casco urbano (que concentra el 57% de su gente) gracias también a su variopinta población. Según datos del Instituto Sinchi, aquí la mayoría son mestizos, blancos del interior del país y de otras nacionalidades —en especial brasileños, venezolanos y un puñado creciente de ecuatorianos— y luego un porcentaje mínimo de afrodescendientes. El resto del territorio de Inírida está habitado casi por completo por indígenas (el 98% de su gente lo es) y en menor proporción por colonos. Todos ellos poseen visiones y proyectos disímiles, sin que hasta el momento logren consensos sobre un plan compartido de desarrollo para la ciudad.

—La Amazonía no tiene ese sello de la colonización española, como en la zona andina —nos explicó Manuel Romero, antropólogo de la Universidad Nacional de Bogotá y vecino de Inírida—. A esta parte de la Amazonía, sobre todo, llegaron los franceses, los holandeses, portugueses, a conseguir mano de obra gratis, a comerciar con gente, a cambiar espejos y cuentas por indios prisioneros. Luego llegan libertos, piratas, bandeirantes, gente que se rebela contra el orden de los imperios europeos. La mezcla de todos ellos, más la raíz indígena, constituye un nuevo tejido social. En estos enclaves urbanos encuentras la marca de gente que no concilió con la propuesta civilizatoria de los centros urbanos andinos. Marcas de piratas, de insumisos, de ases del gatillo, de peregrinos, de formas de rebeldía que toman cuerpo aquí.

Para Romero, experto en petroglifos amazónicos, la selva de esta parte del mundo constituye «un nuevo proyecto de modernidad» que nace del encuentro de dos órdenes civilizatorios: uno occidental y otro indígena, dos planos cuyo punto de unión forman un vértice, y en ese vértice está el vacío. Ese vacío trae desazón, pero después trae la posibilidad de construir nuevos horizontes. Vivir en esta selva es habitar esa posibilidad.

—La Amazonía significa nuevo tejido social. No es lo que encuentras en Bogotá, donde desde que naces ya se sabe de qué modelo va a ser tu automóvil. El orden civilizatorio de la modernidad te propone una reproducción de modelos. Es una matrix. ¿Pero qué me dice Amazonía? Que todo está por hacerse, por inventarse.

* * * * *

En el último tramo de nuestro viaje por la selva de Inírida, navegamos un par de horas a contracorriente por el río que lleva su nombre. A 50 kilómetros del casco urbano, golondrinas grises volaban a ras del agua, como si compitieran en velocidad con nuestro bote, cuando los vimos: semiocultos entre la niebla, los cerros Mavicure, Pajarito y Mono. Tres colosos de granito (parte del gran Escudo Guayanés) con más de 1,800 millones de años, los vestigios geológicos más antiguos de la Tierra.

Las aguas serpenteantes del Inírida separaban un cerro de los otros, y la vegetación formaba un anillo natural, protegiendo los pies de los tres tapuyes o cerros. Tomás Corda Medina, guía de turismo y capitán de la comunidad Barranco Tigre, nos contó que los tres cerros —Mavicure al margen izquierdo; Pajarito y Mono al margen derecho— son hermanos. Antes vivían juntos en un mismo lado, «pero hubo un cerro rebelde», el hermano menor, que se apartó de ellos.

Desde la antigüedad, este ha sido un lugar sagrado para diferentes naciones amazónicas como los curripacos y los puinaves, la etnia de Tomás. En estricto ayuno, los abuelos escalaban el Mavicure, el cerro rebelde, para colectar una especie de veneno amarillo que brotaba de algunas grietas, y que usaban para la cacería.

«Por cosas de la vida», se lamenta nuestro guía, esas tradiciones se fueron perdiendo con la llegada de las misiones evangélicas a mediados de los años 60. Sobre todo, con la visita de una mujer que varias comunidades indígenas del Guainía y el Vaupés recuerdan hasta hoy: Sofía Müller, pastora de la iglesia evangélica Misiones Nuevas Tribus.

Tomás era un niño cuando vio a la neoyorquina hija de alemanes, con casi 60 años encima, llegando en una canoa.

—Llegó con dos ancestros que remaban, uno delante y otro detrás, y ella bien sentadita al medio, toda pelicorta, delgadita, con una Biblia enorme bajo el sobaco. En mi comunidad solo comía huevo y pan, y escribía y hacía dibujos, y mandó a traducir la Biblia en puinave, en curripaco, y nos hablaba del Nuevo Testamento, que si seguíamos practicando nuestras costumbres íbamos a ir a un infierno eterno, que aceptáramos a Dios. Si usted se negaba, te podía tirar maldiciones. Los médicos tradicionales le tenían miedo.

Antes mis abuelos vivían de pesca, éramos nómadas, pero con la Iglesia ya no se tomaba chicha, ni nos poníamos huayuco, porque la señorita Sofía nos mandó a coser unos pantalones, y ya no nos pintamos con achiote, ni hacíamos las ceremonias tradicionales para niñas que entran en su primera menstruación. Ahora solo la pesca, comer mañoco, casabe, hablar la lengua, solo eso se mantiene.

Esta persecución de prácticas ancestrales (recogidas en los mitos orales, según el antropólogo Romero) afectó uno de los mecanismos de integración social y conocimiento, como las prácticas curativas. Los grupos indígenas optaron por disminuir su enseñanza, lo que llevó a su casi desaparición. Hoy, debido a su religión, en la mayoría de comunidades cercanas a los cerros de Mavecure —como El Remanso, donde pasamos la noche— no hay una tienda donde comprar una cerveza o cigarros. Los niños corretean calzados, las casas son sencillas, de bahareque o cemento, techo de zinc y piso de tierra en buena parte. Viven de la pesca, el cultivo de yuca brava y algunos subsidios, pero no existe esa miseria estereotipada que quienes viven en la ciudad suelen imaginar al pensar en la selva. Todos los días, al caer la tarde, los hombres juegan fútbol y las mujeres, al vóley, mientras desde unos enormes parlantes suena un merengue pegajoso que habla de alabar a Cristo.

¿Fue bueno o fue malo lo que les pasó? ¿La vida en esta comunidad es una de las tantas manifestaciones de ese «nuevo tejido social» que nos había descrito el antropólogo Romero? Puede ser. La «señorita Sofía» les enseñó a leer y a escribir, a organizar sus aldeas, a no dejar que los blancos los estafaran, a hacerse respetar. Pero a la vez, por convicción o por la fuerza, renunciaron a parte de su identidad.

Tomás sabe, eso sí, que pese a esa «enorme pérdida» y a las distintas violencias que han sufrido, las comunidades asentadas alrededor de los tres tapuyes han sabido convertir su lugar de origen en un espacio propicio para progresar.

Quizá porque la minería ilegal de oro o la del coltán (que se realiza a varios kilómetros de estos cerros) aún no la ha tocado, cientos de turistas llegan cada año a esta selva para practicar pesca deportiva, para ir en busca de la exótica flor de Inírida, para observar raras especies de aves y delfines, para tomar el sol en playas de arena blanca y aguas cafés, para ver atardeceres rosas, púrpuras, anaranjados, o escalar los 300 metros del Mavicure, el cerro rebelde, una mañana fría de junio, solo para recibir la mañana desde su cima y reparar, frente a ese verde inabarcable, en lo insignificantes que somos.