PUTUMAYO

Valle de Sibundoy

El origen,
el páramo,
un ritual

Nuestro viaje empezó aquí: el punto donde se juntan la cordillera de los Andes y el piedemonte amazónico, donde la tierra negra y la vegetación del páramo —Colombia comparte, con Ecuador y Venezuela, la mitad de todos los páramos del mundo— funcionan como una esponja que retiene el agua de las nubes bajas y la neblina, dando lugar a cabeceras de poderosos ríos como el Putumayo que, cientos de kilómetros hacia el oriente, se derraman en el Amazonas, río de ríos.

Junio, el mes más húmedo en este pedazo de Colombia, acaba de empezar. Estamos a 3,630 metros de altitud y el sonido del paisaje es el del agua fluyendo en numerosas quebradas que se forman entre los bosques que nos rodean. Este valle se llama Sibundoy.

Los kamëntsá o kamsá —que en su lengua significa «hombres de aquí»— fueron los primeros en habitar este valle, el lecho de un antiguo lago rodeado de montañas de múltiples verdes. Dicen los libros que fue el Inca Huayna Cápac el conquistador de este territorio, allá por 1492, el mismo año que Colón arribó a este lado del mundo buscando una ruta a las Indias. Derrotado el imperio del Tahuantinsuyo, llegarían la época de los invasores españoles, que arrasaron esta región saciando su hambre en casas provistas de maíz y otros alimentos. Luego siguieron las sucesivas misiones católicas, cuando los frailes capuchinos rebautizaron el pueblo con el nombre de San Pablo de Sibundoy.

Convertido en un municipio desde los años 80, Sibundoy tiene ahora más de 33 mil habitantes —40% de su población pertenece a pueblos indígenas kamëntsá, inga y pastos; el porcentaje restante incluye al campesinado y comunidades afro— dedicados al comercio y a trabajos agropecuarios. Lo sorprendente, sin embargo, es cómo Sibundoy se ha convertido en una meca para los botánicos del mundo.

En 1941, Richard Evans Shultes, investigador de Harvard y padre de la etnobotánica, halló en un valle cercano al municipio la mayor concentración de plantas alucinógenas jamás descubierta: más de 1,600 árboles alucinógenos. Shultes trabajó con curanderos locales y registró varias flores con las que se trataban infecciones y fiebres, raíces para matar parásitos, tónicos para curar enfermedades nerviosas, y preparados herbales para curar los dolores de parto. Muchas de ellas han sido descritas por su discípulo Wade Davis, en su libro El río.

Hoy, los habitantes de Sibundoy son sobre todo comerciantes y agricultores de clima frío, expertos en cosechar maíz, papa, calabaza, arracacha, batata, fríjol, hortalizas y frutales. También trabajan la ganadería para leche y carne. Complementan con la cestería, tallas en madera y fabricación de textiles. El cultivo de plantas sagradas, por supuesto, ocupa un lugar central dentro de su economía. En la plaza de armas de Sibundoy, capital cultural del Putumayo, se distinguen varias esculturas dedicadas a la planta del yagé. Le llaman «el remedio».El mismo que hemos venido a tomar antes de iniciar este viaje amazónico por aire, tierra y agua.

Había luna llena cuando el taita kamëntsá Carlos Juajibioy guió el ritual. En un espacio de su terreno, poblado de plantas medicinales y flores multicolores, nos instaló en una pequeña maloca, donde realiza «la toma de remedio». Con los ojos cerrados, sentados en banquitas cóncavas de madera llamadas pensadoras, el taita nos acercó un cuenco con un líquido marrón, amargo, no muy espeso, y nos llevó en una especie de meditación con sus cantos y la melodía de su quena.

Pasaron (y vimos) muchas cosas que contadas aquí sonarían inverosímiles; cada «viaje» de yagé es personalísimo, pero coincidimos en una idea que guiaría nuestro viaje: la espiritualidad indígena no solo ayuda a «sanar» el cuerpo y las emociones, tiene, además, una dimensión social y política. El peligro es que ese conocimiento tradicional, al igual que su propio idioma, parece en peligro de extinguirse.

La cultura kamëntsá es milenaria —no tienen una línea de descendencia con otros pueblos de América Latina—, «pero ahí se va perdiendo», admite el taita Juajibioy: los jóvenes kamëntsá, que estudian en escuelas de la ciudad, a veces sometidos a maltratos físicos e insultos por maestros colonos y religiosos, sienten temor y vergüenza, evitan practicar sus tradiciones y hablar su lengua materna, opacada por la imposición del castellano.

También está la explotación extractivista. La Anglo Gold Ashanty tiene una concesión para explotar cobre y molibdeno en el Alto y Medio Putumayo, territorio inga y kamëntsá. Otros ríos como el Mocoa, Blanco, riachuelos y quebradas están hoy amenazados por el mercurio y el cianuro. La explotación está hoy paralizada gracias a los pueblos del Valle que reclamaron su derecho a la Consulta Previa. Sin embargo, para la multinacional sudafricana las licencias y títulos mineros siguen siendo un gran atractivo. Saben que hay uranio, mármol y oro en las entrañas de Sibundoy.

Es cierto que en este lugar distintos tipos de violencia —religiosa, extractivista, política— han dejado su marca, pero la medicina indígena sigue siendo una poderosa herramienta para sanar y proteger el territorio kamëntsá.

Taitas como Carlos Juajibioy suelen viajar a diversas localidades del Bajo Putumayo y Alto Caquetá para juntarse con maestros kofanes, coreguajes, sionas e ingas. Juajibioy los llama «amigos»: son ellos quienes entrenan a los taitas durante años en el conocimiento, preparación y aplicación de plantas medicinales —sobre todo del yagé, originario de la selva más profunda— y a quienes acuden para curarse de algunas dolencias o recibir consejos para la vida.

La última mañana que pasamos en su maloca, luego de la toma de yagé, le contamos al taita Carlos Juajibioy lo que «el remedio» había provocado en cada uno. Juajibioy escuchó atento, aunque nada sorprendido, y antes de despedirnos nos dio un par de recomendaciones para nuestro viaje: 1) recordar que ciencia + experiencia = sabiduría, y 2) aplicar siempre la «malicia indígena». Saber «leer» a las personas para conocer sus intenciones, para protegernos de cualquier daño físico y espiritual, pero sobre todo para escuchar lo que la selva y quienes habitan en ella tienen para decir.

Mocoa

Memorias de
una avalancha

Mocoa es la tercera ciudad más grande de la Amazonía colombiana y capital del Putumayo, departamento que toma su nombre de ese poderoso río que podría ser totalmente navegable si no fuera por su caprichosa geografía: sus quebradas y raudales infranqueables que retan hasta al navegante más experto. Y sus tormentas, que cuando ya han desatado toda su fuerza, pueden instalar el temor en sus habitantes.

Entendimos eso en nuestra primera noche allí. Con una hilera interminable de camiones, la carretera de ingreso a Mocoa estaba bloqueada por barricadas. Grupos de vecinos llevaban tres días paralizando el tráfico para que el Estado colombiano hiciera caso a sus demandas. Seis años atrás, la noche del 31 de marzo de 2017, una avalancha provocada por las lluvias y el desbordamiento de quebradas, arrasó 17 barrios de la ciudad, dejando 330 muertos, más de 400 heridos y un número indeterminado de desaparecidos. Los hospitales colapsaron. Los cadáveres obstruyeron el acueducto.

El gobierno nacional declaró estado de calamidad en Mocoa aquella vez. Pero los años pasaron y las autoridades seguían sin cumplir con las familias damnificadas que protestaban la noche en que llegamos.

El día de la avalancha, al fotógrafo y pintor Leonel Morales le tomó apenas 25 minutos llegar en auto desde su casa en La Tobaida hasta San Miguel, el barrio más afectado y donde vivían amigos suyos. Su cámara registró parte de la devastación. Casas tumbadas. Restos de ropa. Zapatos. Cuadernos escolares. Una muñeca enterrada en el lodo.

Hasta hoy son imágenes que a Leonel le resuenan muy adentro, y que le hacen recordar la época en la que una depresión muy fuerte lo doblegó, y de la que pudo salir solo con la ayuda de la medicina tradicional, a través de la toma de yagé y poniendo su talento «al servicio de los demás».

—Todo lo que pasa en la Amazonía se siente en las ciudades —dice el artista de 47 años, desde su taller con pinturas de selvas y aves exóticas—. Solo que en algún momento hubo una fractura entre nosotros y el territorio. Ciertos modos de pensar el desarrollo hacen más profunda esa grieta.

Hoy, una mina impulsada por la empresa canadiense Libero Cooper en Mocoa será el primer proyecto minero legal de envergadura en toda la Amazonía colombiana. Pero también podría provocar la tala de bosques protegidos que hace una década el país propuso ampliar para salvaguardarlos.

Hay argumentos tentadores a favor de la mina. Según la empresa, sería «el mayor recurso de cobre de Colombia», mineral que el gobierno de Gustavo Petro ha catalogado como «estratégico» por su alta demanda global para fabricar vehículos eléctricos, paneles solares y turbinas eólicas. Libero Cooper, que inició perforaciones de exploración en 2022, calcula que podría albergar 636 millones de toneladas del mineral y que darían al país millonarias regalías.

Pero también podría tener un impacto irreparable en una zona ambientalmente sensible, rica en biodiversidad y fuentes de agua. El prospecto de la mina ya desencadenó una protesta en Mocoa, ubicada a 10 kilómetros del yacimiento. Muchos de sus 40 mil habitantes temen que se repita la avalancha de 2017, una tragedia que, según los expertos, fue agravada por la deforestación.

Frente a esos megaproyectos, sin embargo, hay otros menos rentables, pero que intentan señalar y reparar esa fractura entre lo humano y la tierra, que para activistas y líderes indígenas que conocimos en este viaje, es la raíz de todo.

Ahí están, por ejemplo, la Corporación Uma Kiwe Madre Tierra, iniciativa de comunicación donde las mujeres amazónicas, a través de «círculos de la palabra», compartan historias de conflictos socioambientales desde «sus sentires» y así tomen mejores decisiones para la comunidad. O la Fundación Itarka, dirigida por la cineasta Luisa Sossa, que hace talleres de documental con jóvenes de las comunidades para que cuenten historias sobre el impacto social y emocional de la deforestación y la minería en el territorio.

Leonel Morales cuenta que también hizo lo propio cuando la avalancha ocurrió. Hace unos años, con el colectivo de artistas Casa de Barro, fueron hasta San Miguel, el barrio arrasado, para recordar a los amigos que perdieron, a las familias desaparecidas, interviniendo con murales las paredes que aún seguían en pie, como un modo de seguir llevándolos en la memoria.

Puerto asís

En tierra
de los Siona

El guardia que vino a escoltarnos parecía un adolescente, flaco y tímido, pero llevaba un machete largo con flecos rojos y amarillos atado al hombro derecho. Con mirada vigilante y en silencio, nos acompañó en el viaje de casi una hora en auto, y luego en el bote a motor que nos llevaría por un tramo del Putumayo hasta el resguardo Buenavista, donde el gobernador de los Siona nos esperaba.

Ya nos habían advertido de los peligros de Puerto Asís, capital comercial del departamento. La noche anterior, el cineasta afroamazónico Robert Brandt Ordoñez nos había contado del tiempo en que guerrilleros y paramilitares desangraban este municipio fronterizo. Un día asesinaron a su hermano. Entonces sus padres enviaron a Robert a Bogotá para que estudiara, pero sobre todo para salvarle la vida.

—Otros ocuparon una tumba en mi lugar, lo sé. Pero procesé mis dolores y mi cine ahora mezcla los cantos afro de mis padres, con la magia de los lugares amazónicos donde crecí. Se trata de aportar una visión que vaya más allá del turismo cinematográfico. Imágenes que den cuenta de la dimensión humana.

En esta selva, nos recordó Brandt, esa dimensión es dolorosa y letal. El enfrentamiento entre las disidencias de las FARC y el ejército sigue sumando víctimas. Dos semanas antes, cerca a esta zona del Putumayo, cuatro adolescentes indígenas, reclutados a la fuerza por el Frente Carolina Ramirez, fueron asesinados al intentar escapar. El hecho motivó al presidente Gustavo Petro a «suspender parcialmente el cese al fuego» contra las facciones guerrilleras que continúan negándose a dejar las armas. La «paz total» tan ansiada por el gobierno parece, otra vez, muy lejos de lograrse.

Tal vez por ese peligro, aquella mañana en Puerto Asís nuestro guardián siona nos prohibió sacar fotos mientras surcáramos el río. Bajo un sol que nos hería, solo alcanzamos a ver un par de botes a motor: uno con gente, el otro con un ataúd. Nos dijeron que era el cuerpo de la abuela de una comunidad, que iban a enterrarla. Todavía dudamos de que haya sido una muerte natural.

La Corte Constitucional declaró en 2009 que los Siona del resguardo Buenavista están «en riesgo de exterminio físico y cultural». No sorprende por eso que sean casi militares en el manejo de su seguridad. Llevan 13 años en lucha contra un proyecto petrolero que, aseguran, afecta su territorio. En Buenavista varias quebradas se están secando por la extracción de hidrocarburos. Los cultivos de coca, la ganadería extensiva, la tala ilegal, las minas antipersonales y las disidencias guerrilleras rodean el territorio indígena en plena frontera con Ecuador.

—Los pueblos indígenas somos como la piedrita en el zapato para impedir que lo que algunos llaman desarrollo. Para nosotros el desarrollo es otra forma. Y por defender eso, vivimos las historias más crueles. Desde nuestros abuelos, arrebatados de su vestimenta, su lengua, su cultura. No hay una respuesta estatal que reivindique lo que nos han quitado.

Con la cabeza rapada, vestido con cushma blanca y collares de semillas y colmillos de jaguar, el gobernador siona Mario Erazo Yaiguaje nos contaba todo esto con gesto marcial, mientras recorríamos parte del resguardo: un espacio de unas 4,500 hectáreas, con unas 100 casas separadas entre sí por pocos metros y rodeadas de árboles de canangucha, arazá, pomoroso, cocona, copoazú y otros frutos amazónicos. Se trata de la comunidad siona más grande de las 12 que sobreviven al borde de los ríos Putumayo y Piñuña Blanco, del lado colombiano.

En el centro de la comunidad hay una cancha de fútbol de tierra, con arcos levantados con unas cuantas varas, y más al fondo, en la frontera con el bosque, está la casa ceremonial: una enorme maloca circular que en sus paredes interiores lucía pinturas rituales de tigres, serpientes, estrellas y figuras geométricas verdes, rojas, amarillas, azules. El sitio sagrado donde se toma «el remedio».

Los Siona tienen al yagé —y sus 16 formas de prepararlo— como el centro, no solo de su sanación, sus fiestas y sus bailes: también de sus decisiones políticas.

—Un abogado, una organización puede decir «vamos a hacer esto para defenderlos», pero si no toma yagé, para nosotros no va a ser fructífero. Para nosotros siempre está el yagé, y si se habla desde el yagé, podemos hacer alianzas para construir un bienestar colectivo. Puede haber sentencias, leyes, decretos, pero si no hay fuerza espiritual, entender que esta selva que pisamos es parte de mi vida, de la humanidad y del mundo entero, nada va a funcionar. Las normas son herramientas, pero no es la cura al mal que enfrentamos.

Desde el 2012, el gobernador Erazo recibe amenazas de muerte por denunciar los mecheros de la petrolera que contaminan el aire y el agua de lluvia, además de las aguas residuales y tóxicas que la plataforma arrojaba al río durante la madrugada. El olor era tan fuerte, dicen, que era imposible ignorarlo.

—Estamos confinados. Salimos para un lado, hay plomo; salimos para el otro, igual. Vamos a cruzar la frontera con Ecuador, y es lo mismo. Estamos sujetos a los asesinatos, reclutamientos, pero somos de aquí y aquí buscaremos las mejores alternativas espirituales para vivir, aunque a veces hasta eso quieren quitarnos.

Por las noches, cuentan los siona, puede escucharse el motor de la plataforma petrolera que está a un par de kilómetros del resguardo. Un ruido tan perturbador que interrumpe la ceremonia del yagé, «porque no hay concentración, desequilibra la espiritualidad».
En 2017, los líderes de Buenaventura recibieron medidas cautelares gracias a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. De hecho, fueron de los primeros resguardos que tuvieron esa protección. Creyeron que algo podía cambiar. Pero Mario Erazo, líder de la guardia indígena, reconoce que la vigilancia y el poder de las leyes no es suficiente.

—El proceso de resistencia va a ser de por vida —nos dijo el gobernador la última vez que nos vimos, mientras helicópteros militares sobrevolaban de cuando en cuando sobre nuestras cabezas—. El día que nos rindamos, y simplemente me quedo quieto, ese día vamos a dejar de ser sionas. Porque cuando decimos «el territorio es vida», lo que quiero decir es que yo puedo dar mi vida por esta tierra.