AMAZONAS

Puerto Nariño

Postales
de un manatí

—¡A ver, quiero escuchar esa barrita esa barrita esa barrita que sueneee!

Las graderías llenas de gente gritan alrededor de la pista de baile —que es, en realidad, una cancha deportiva de cemento— listas para la gran competencia de la noche. Enormes banderas colombianas se extienden a los lados de la multitud: señoras con sus niños, chicas en jeans apretados, chicos tomando cerveza, unos perros cruzan por aquí y por allá, mientras las parejas concursantes entran en fila con un número pegado en la espalda.

La regla dice: gana la pareja que baile mejor y sin parar durante 24 horas. Hasta la noche siguiente, digamos.

—¡¿Quién se llevará esos cuatro millones de pesos?! —grita el tipo del micrófono.

Lo sabremos más adelante. Por ahora, la noche arranca con la bulla de los gritos y las palmas y unos pasitos de champeta para soltar los cuerpos sudorosos. Faltan 48 horas para el Día Nacional de Colombia, 20 de julio, y en Puerto Nariño, la segunda ciudad más importante del departamento de Amazonas —a una hora de la Triple Frontera con Brasil y Ecuador—, la maratón de baile es una atracción turística en este pedazo de selva, en plena semana de la patria.

A diferencia de sus vecinos más cercanos —como Caballococha, municipio peruano, con basura y botes destartalados en sus orillas grises—, Puerto Nariño es un enclave fronterizo con una infraestructura cuidada para los turistas que suelen llegar desde Leticia, capital del departamento y la última ciudad que visitaremos en esta parte del viaje amazónico.

Puerto Nariño nos recibe con desfiles y guaripoleras en sus calles de ladrillos rojos, palmeras, tiendas y restaurantes. Los niños juegan en la plaza principal, frente al municipio, con su gramilla perfectamente cortada y figuras gigantes de un caimán, un delfín rosado, un pirarucú. Casi no hay ni automóviles ni motocicletas: el casco urbano es lo suficientemente pequeño para recorrerlo todo a pie. Los turistas gringos pueden subir al único mirador de tres plantas, el punto más alto del pueblo, o sentarse a las orillas del río para fotografiar el atardecer del Amazonas. Desde allí, no se necesita ningún filtro de Instagram.

Puerto Nariño es una ciudad ribereña de postal. Pero la recordaremos, sobre todo, por un detalle. Nunca había conocido un pueblo que tenga una «mascota oficial». La de Puerto Nariño es un manatí llamado Moeügchi: «gracias», en lengua tikuna.

Su imagen está en demasiados rincones del municipio. Estatuas de Moeügchi en la plaza, calcomanías y peluches de Moeügchi en las tiendas, letreros de Moeügchi que te aconsejan botar siempre la basura en su lugar. Esa mañana, mientras la maratón atravesaba sus últimas 12 horas de baile incansable, fuimos a buscar a esos manatíes amazónicos, «los únicos que viven en agua dulce», nos habían dicho los expertos.

Moeügchi y sus parientes viven en los lagos de Tarapoto, a pocos minutos en bote desde el casco urbano, con sus aguas tranquilas y espejadas, al punto de confundirse con los azules del cielo. Nuestros guías de la fundación Omacha, que trabaja por la conservación de especies amenazadas en el resguardo indígena Ticoya, nos lleva en bote a través de un complejo de humedales que se extiende en más de 45 mil hectáreas.

Moeügchi era un manatí huérfano que Corpoamazonía, autoridad ambiental de la región, cuidó desde 2017 luego de ser rescatado por unos pescadores cerca a la comunidad de la Ronda, en la ribera del Amazonas. Pesaba apenas 10 kilos y tenía cuatro meses de edad. Estaba deshidratado, desnutrido y con heridas graves. Necesitaba atención urgente.

Unos años bastaron para que Moeügchi acabara de recuperarse. Entonces lo llevaron a la estación biológica de Omacha, en Puerto Nariño, para luego reintroducirlo en los lagos de Tarapoto, en 2021. Hoy el manatí emblema del pueblo mide casi dos metros de largo y pesa más de 130 kilos. El objetivo es preservar su descendencia, ya que durante décadas la cacería para obtener su carne y aceites casi borra su especie para siempre.

Hoy un equipo de expertos junto a los curacas indígenas de las comunidades —sobre todo tikunas— se organizan en grupos para hacer monitoreo diario de la fauna en estas aguas. Los llaman Guardianes de Moeügchi.

Gracias a ese trabajo, la cantidad de ruido y perturbación de los botes es mucho menor. Eso permite que el hábitat esté más intacto, al punto de que aquí también es más fácil ver delfines rosados y grises, a diferencia de Leticia, a 87 kilómetros de distancia.

—Si hay manatíes y delfines, si podemos verlos, es porque el ecosistema está equilibrado —nos explicó Lilia Jaba, miembro de Omacha—. Ayudan a mantener la calidad de los ríos al controlar la proliferación de plantas acuáticas, entre otras cosas.

Esa mañana soleada en los lagos de Tarapoto, de hecho, algunos delfines asomaron la cabeza o parte del cuerpo. Pero de Moeügchi y sus parientes vimos muy poco. Solo la punta de la nariz de algún manatí, que hacía círculos concéntricos al tocar la superficie del agua.

Quizá, por el bien de Moeügchi, es mejor así: guardar prudente distancia de los extraños.

Leticia

Mirar
el mundo
desde
una maloca

Para construir una maloca, dice el mayor William Yukuna, debes recibir un mandato de los ancestros. No es para cualquiera: hay que formarse en conocimiento tradicional y chamanismo desde niño. Recién cuando «te gradúas» en una ceremonia especial —tal vez a los 15 años, como le pasó a William—, los ancianos de la comunidad te darán su bendición. Entonces tendrás que elegir un lugar y pedir permiso a «los dueños» de la tierra: la selva, dicen los sabedores, está poblada de seres espirituales. No existe espacio baldío para los indígenas. Por eso, luego de «hacer las curaciones», habrá que tumbar un pedazo de monte, como cuando vas a hacer una chagra, y elegirás los cuatro palos centrales, símbolos de los cuatro dioses que sostendrán la gran casa: Dios de la Curación, Dios de la Abundancia, Dios de la Canción, Dios de la Protección. Detrás, formando un círculo, pondrás otros 12 pilares, los dioses menores, atados a tablones de madera con sogas de bejuco, «como un cerco que sostiene el mundo».

—Cada pueblo entiende el mundo de una manera, por eso hay varios diseños de maloca. El Padre Creador nos entregó esa arquitectura como símbolo espiritual —dice el mayor William, mientras marca la altura de una tabla con la saliva verde de su mambe—.

La puerta principal se ubica hacia donde sale el sol, y la puerta trasera, por donde se oculta. Cada rincón está conectado con las seis épocas madres que van circulando en el año. El dueño de la maloca tiene que estar pendiente: qué enfermedades van a venir, qué hay que hacer, siempre en cuidado permanente.

A sus 53 años, el mayor ha construido cuatro malocas en su natal Caquetá, cerca a las orillas del Mirití y el Apaporis, tierra de los yukuna, que en su lengua significa «hombres de agua». Pero esta maloca de «cinco pasos largos» de diámetro, que ahora levanta a solo media hora del casco urbano de Leticia, es un hito personal: la marca de una década habitando esta ciudad fronteriza, la ciudad más al sur de Colombia, a la que William llegó buscando una vida mejor para su familia. Un propósito que se cumple, también, al preservar su cultura.

Muchos indígenas hicieron lo mismo que él. Al ser un enclave fronterizo, Leticia se ha ido poblando durante el último siglo gracias a un proceso de expansión urbana, impulsado por el comercio de pieles, el auge del narcotráfico y el poder de una élite económica y política, compuesta por inmigrantes del interior del país. Esos desplazamientos trajeron progreso, es cierto. Pero también enterró, bajo capas y capas de vida urbana, gran parte de las costumbres indígenas al ser consideradas una forma de atraso.

—Los ancianos nos dijeron que el fin del mundo es cuando se pierde el manejo de las tradiciones, la cultura, el idioma —nos dijo William antes de treparse a uno de los cuatro pilares para atar unos palos en la parte superior de la maloca: a unos diez metros de altura, lo vi balancearse descalzo sobre una viga sin cuerdas de seguridad, como un funambulista experto—. A los pueblos indígenas el Padre Creador les entregó el cuidado del territorio, no la explotación, no venderla para otra cosa, sino que dijo: cuidelo, de ella va a vivir.

Por eso la maloca no es para disfrazarse y falsificar cosas culturales para sacar plata al turista. Se hace para demostrar los trabajos, las curaciones, cómo se aplica, cómo se ejerce un modelo de salud, de educación. Es un espacio para dialogar, para unir varios pensamientos indígenas y no indígenas que nos ayude a sanar el mundo que está sufriendo ahorita.

* * * * *

Hoy, 20 de junio, Colombia celebra 213 años de Independencia. Para los más patriotas, es el día en que cientos de familias y turistas salen a las calles para ver desfilar a los militares, mientras se toman fotos con camisetas de la Selección y pequeñas banderas en las manos. Abarrotan las calles principales del casco urbano, las plazas y los mercados, los puestos de comida y los juegos infantiles, se sacan fotos frente al cartel del Hito Peruano-Colombo-Brasileño, o del mural de Kapax, el tarzán putumayense que nadó el tramo colombiano del Amazonas hace más de medio siglo. Por esos años Leticia pasaba de ser una aldea a una ciudad moderna: empezaba entonces la construcción de la carretera, el acueducto, el aeropuerto y la Plaza Orellana, conocida hoy como la Plaza de los Loros. Allí, cada tarde, legiones de catitas vuelan entre sus árboles como enjambres, y los turistas se sientan a verlos sin que les moleste demasiado el agudo de su canto ni las heces que a veces liberan sobre las cabezas distraídas.

Ahora con 32 mil habitantes, Leticia se sostiene por los combustibles, alimentos y otros productos que se importan desde Perú y, sobre todo, Brasil. Leticia y Tabatinga, de hecho, funcionan como ciudades gemelas, conectadas por una vía conocida como la Avenida Internacional en Colombia (Avenida da Amizade en Brasil).

La posibilidad de cruzar de un lado a otro sin pasaporte ni documento de identidad, de pagar cualquier producto en reales o en pesos, y el uso extendido del portuñol en ambos lados de la frontera permite hacer negocios y moverse entre estas ciudades con mucha facilidad.

A primera vista, Leticia parece una ciudad mestiza y comercial, puro turismo. Lo cierto es que sus raíces urbanas son indígenas. Esta parte del Amazonas, que marca la frontera sur del Trapecio Amazónico colombiano, fue territorio de los omaguas y otros pueblos origionarios que sucumbieron a las enfermedades y al avance de los invasores europeos. Los pueblos magütá (tikuna) y cocama ocuparon estas tierras desde el siglo XVIII. Luego, desde la década de 1950, llegaron poblaciones murui, bora y de otros grupos de la «gente de centro», como parte del éxodo causado por la explotación cauchera en la región del Caquetá-Putumayo.

En las últimas tres décadas se han dado nuevos procesos de migración indígena desde los ríos Caquetá, Putumayo, Mirití y Apaporis (la zona donde nació el mayor William Yukuna). De estos movimientos —explica un reciente estudio del antropólogo Juan Álvaro Echeverri, publicado en la revista Mundo Amazónico—, quedan las malocas que han ido multiplicándose por la ciudad en el «camino del tabaco»: un circuito ancestral que comprende 20 de estas construcciones, además de asentamientos y mambeaderos (sitios de diálogo y reunión alrededor del tabaco y la coca, propios de la «gente de centro» y la «gente de jaguares de yuruparí») a lo largo de la quebrada Tacana hasta llegar a Leticia. Dicho circuito incluye la maloca Casa Hija, levantada en la Universidad Nacional donde ahora se está realizando el evento que ha movilizado la ciudad: la XIV Conferencia Bienal SALSA 2023, que reúne a los más destacados antropólogos e investigadores de las culturas amazónicas.

—En ciudades como Leticia los indígenas han sido considerados ignorantes y pobres, y como son ignorantes hay que capacitarlos y como son pobres hay que traerles proyectos de desarrollo —nos explicó Echeverri, organizador y anfitrión de la conferencia de este año—. Se trata ahora de unir los pensamientos del territorio con la antropología. No manejar el evento como una conferencia científica, sino también desde el pensamiento indígena, mirando hacer gestos rituales, protegerla, bendecirla, que tiene que ver con la manera en la que los indígenas piensan, miran y habitan el mundo.

Antes, la participación de los pueblos indígenas era muy poca, tal vez acudía algún dirigente político, y nada más, admite Echeverri. Pero en esta edición, la organización se propuso tener un diálogo más equilibrado, que impulsara la «indigenización de la antropología». Por eso, de los 415 presentadores, 144 son indígenas o tradicionales: un intento de pensar la antropología desde otro lugar, uno diferente a como fue concebido en Europa y Estados Unidos, donde los indígenas sobre todo son sujetos de estudio.

En busca de ese propósito, en Leticia hay proyectos creados desde la mirada indígena. Ahí está, por ejemplo, el trabajo de creadores audiovisuales como Alexis Rufino, indígena ticuna, que viene registrando en fotos y videos las memorias de los abuelos de su comunidad de San Pedro, a las afueras de Leticia. O la Escuela de Comunicación Indígena de la Macroamazonía Nimaira, que desde 2015 trabaja con jóvenes de diferentes etnias con una fuerte ‘cultura de la palabra’: comparten tradiciones, historias y saberes, y cada año forman a jóvenes de toda la Amazonía en proyectos de diseño, ilustración, fotografía, video y periodismo.

—La chagra, la maloca, son espacios territoriales donde se transmiten saberes. Por eso decidimos plantear a nuestras autoridades tradicionales que era necesario apropiarnos de estas herramientas tecnológicas para visibilizar de manera respetuosa lo que sucedía en el mundo indígena —nos dijo Nelly Kuiru, cineasta murui y directora de la Escuela—.

Los pueblos indígenas no somos parte de un paisaje, no somos objetos de la industria audiovisual, podemos aportarle a esa industria contenidos diferentes, innovadores. Se trata de conocer el comportamiento de la naturaleza para poder interpretarla.

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Aquella última tarde en el Festival Salsa, la gran conferencia internacional de antropología amazónica en Leticia, la ceremonia de clausura se hizo no en un auditorio, sino en la Casa Hija, la maloca que fue levantada en medio del campus de la universidad.

Éramos más de 40 personas sentadas alrededor del mayor Elio, sabedor huitoto que había estado «cuidando el pensamiento» que varias nacionalidades indígenas de la cuenca amazónica y antropólogos de Colombia, Brasil, Ecuador y Perú habían compartido durante los cinco días de conferencias. Un totumo reposaba a los pies del mayor: allí estaba el ambil, esa preparación de tabaco y sal de monte, y que decenas personas de tantas partes del mundo se habían acercado a probar, haciendo una reverencia.

La gran conclusión había sido una: la ciencia de la antropología debe tomar en cuenta la dimensión espiritual de los pueblos indígenas para tener una comprensión más cabal del mundo, de sus problemas y de sus posibles soluciones.

Aquella tarde llena de sol, corría un viento fresco dentro de la maloca. En una esquina, una abuela huitoto iba tejiendo un canasto con fibras de bejuco, un canasto nuevo, cuando el mayor Elio, coronado con plumas de guacamayo y con pompones de algodón pegados al pecho, dijo estas palabras que mis compañeros y yo —como tantas cosas en este viaje— compartimos aquí para no olvidarlas:

—Estos son los principios que traigo. No es mío ni de mis sabedores. Es de Mo Buinaima, Padre Creador: los seres humanos somos débiles, tenemos nuestros defectos y hoy, en el mundo, hay más energías oscuras que clarividencia. Quiero dar un mensaje que estas raíces nos mandaron: tenemos que empezar de nuevo. Este es el comienzo de una Era, la última. Y en esta Era debemos tejer el canasto de la vida con las fibras más resistentes. Estamos a tiempo para tejerlo, terminarlo y darle su utilidad. Y con la palabra de vida que quedó acá, la primera fibra del canasto que vamos a tejer, con eso vamos a accionar. Lo que se quiere es palabra y obra. Porque la palabra el viento lo puede llevar. Hay que accionarla en equipo, porque solitos no somos nada. Necesitamos de la naturaleza, de la hormiga, del viento, del prójimo. Somos un tejido. Coloquemos esa primera fibra. Hoy, ahora. Empecemos.